3. LA MALDICIÓN Y LA BENDICIÓN

INTRODUCCIÓN

En Deuteronomio 27 y 28 tenemos otra importante noción de las implicaciones de la ley. Estos capítulos nos dan las maldiciones y bendiciones asociadas con ella.
Maldición, exclusión y anatema son básicamente los mismos conceptos. Lo que está bajo maldición, exclusión o anatema está dedicado o consagrado, o sea, entregado a destrucción por exigencia de Dios. En la iglesia, el concepto de maldición, exclusión o anatema aparece como excomunión.
Según Harper, el propósito bíblico de la exclusión siempre es ético, y su propósito era «preservar la religión cuando corría grave peligro».
La exclusión, maldición o anatema no desaparece de una sociedad cuando esta abandona la fe bíblica. La exclusión solo se transfiere a un nuevo aspecto de la vida. Así, escribiendo a principios del siglo 20, Harper señaló:
Aunque la iglesia del Nuevo Testamento es la portadora de los más altos intereses de la Humanidad, se nos enseña que cuando tiene menos definida su dirección como para conducir, cuando es más tolerante de las prácticas del mundo, es más fiel a su concepción original. Se nos dice que una Iglesia indulgente es lo que se quiere; el rigor y la religión ahora se tienen como finalmente divorciados de todas las mentes iluminadas.
Esta noción no se expresa a menudo de manera categórica, pero subyace en toda la religión de moda, y tiene sus apóstoles en la juventud dorada que promueve el iluminismo jugando tenis los domingos. También debido a eso, puritano se ha vuelto un término de desdén, y la autocomplacencia se ha vuelto una marca del cristianismo cultivado.
No solo el ascetismo, sino la askesis se han desacreditado, y el tono moral de la sociedad en consecuencia ha caído de una manera perceptible. En amplios círculos dentro y fuera de la iglesia parece que se piensa que el dolor es el único mal intolerable, y en la legislación y en la literatura esa idea se ha ido estableciendo.
Harper tenía razón. A principios del siglo 20, el dolor estaba condenado al destierro por la sociedad humanista. Ahora, la guerra, la pobreza, la discriminación con respecto a raza, color o credo, o a los cristianos ortodoxos cada vez más se los coloca bajo una exclusión y son blancos de legislación.
Ninguna sociedad puede escapar de tener una exclusión; la pregunta importante es, ¿qué se debe excluir?
Según Deuteronomio 27: 15-26, son las violaciones de la ley de Dios (no la ley del estado ni de la iglesia) las que ponen a los hombres bajo la exclusión o maldición.
Se pronuncian doce maldiciones, igual al número de las tribus de Israel, para indicar totalidad. Estas doce maldiciones son:
1. Contra los quebrantamientos secretos del segundo mandamiento (Éx 20: 4), v. 15;
2. Contra el desprecio o falta del debido respeto a los padres (Éx 20: 17), v. 16;
3. Contra todos los que remueven los hitos de marca del prójimo (Dt 19: 14), v. 17;
4. Contra los que hagan tropezar al ciego (Lv 19: 14), v. 18;
5. Contra todo los que perviertan la justicia debida a los extranjeros, a las viudas y a los huérfanos (Dt 24: 17), v. 19;
6. Contra el incesto con una madrastra (Dt 23: 1; Lv 18: 8), v. 20;
7. Contra el bestialismo (Lv 18: 23), v. 21;
8. Contra el incesto con una hermana o media hermana (Lv 18: 9), v. 22;
9. Contra el incesto con una suegra (Lv 18:8), v. 23;
10. Contra el asesinato (Éx 20:13; Nm 35:17ss.), v. 24;
11. Contra cualquiera que acepte soborno bien sea para matar a un hombre de frente o producir su muerte por falso testimonio (Éx 23: 7, 8), v. 25;
12. Contra cualquier hombre que no ponga la Ley en efecto, y que no haga de la ley el modelo y norma de su vida y conducta.
De esta última maldición, que se aplica a toda rama de la ley, evidentemente se deduce que los diferentes pecados y transgresiones ya mencionados se seleccionaron solo a manera de ejemplo, y en su mayor parte eran tales que se podrían fácilmente esconder de las autoridades judiciales.
Al mismo tiempo, «el oficio de la ley se muestra en esta última expresión, el sumario de todo el resto, para haber sido preeminentemente para proclamar condenación. Todo acto consciente de transgresión sujeta al pecador a la maldición de Dios, de la cual nadie, sino Aquel que se ha vuelto maldición por nosotros, puede librarnos» (Gá 3: 10, 13, O. v. Gerlach).
El principio y la base de las bendiciones y maldiciones es muy claramente la ley (Dt 28: 1, 15). Las maldiciones precedentes especifican pecados particulares de un carácter depravado, pecados que son actos de maldad. La doceava maldición, sin embargo, incluye toda ley de Dios y por consiguiente no concede ningún escape de la maldición excepto la obediencia.
Deuteronomio 28, especialmente los vv. 1-26, nos da una imponente declaración de bendiciones y maldiciones.

DOS HECHOS MUY OBVIOS E IMPORTANTES SON EVIDENTES.

Primero, estas bendiciones o bienaventuranzas prometen vida, prosperidad y éxito a los que obedecen la ley de Dios. Kline tiene razón al decir: Israel, si es fiel al juramento del pacto, saldrá victorioso en todo encuentro militar y comercial con otras naciones. Dentro del reino habrá abundancia de la bondad de la tierra. Canaán será un paraíso verificable, y fluirá leche y miel. Lo que es muy importante, Israel prosperará en su relación con su Señor del pacto. Este es el secreto de toda bienaventuranza, porque su favor es vida.
La obediencia a la ley es un acto de fe de que Dios es fiel y le dará a su pueblo vida abundante y una tierra bondadosa. David afirmó la fe de todas las Escrituras al declarar:
Porque los malignos serán destruidos, Pero los que esperan en Jehová, ellos heredarán la tierra.
Pues de aquí a poco no existirá el malo; observarás su lugar, y no estará allí.
Pero los mansos heredarán la tierra, y se recrearán con abundancia de paz (Sal 37: 9-11).
Las palabras de David no se pueden entender separadas de Deuteronomio 28, ni tampoco la bienaventuranza de Cristo: «Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad» (Mt 5: 5). A los mansos, los amansados de Dios que le obedecen, literalmente se les promete la tierra por su obediencia. Son bienaventurados en la ciudad y en el campo, en el fruto de su vientre y en el fruto del campo, en la canasta y en la bodega, y en todo.
La promesa es que «comerán los humildes, y serán saciados» (Sal 22: 26). «Encaminará a los humildes por el juicio, y enseñará a los mansos su carrera» (Sal 25: 9), es decir, Él los guiará en justicia y les enseñará el camino de la vida. La ley es, pues, muy claramente el camino a una vida rica en la tierra. No hay promesa de ninguna prosperidad aparte de la ley.

LA OBEDIENCIA DE LA FE ES LA LEY.

Segundo, con respecto a las maldiciones, «el destierro de la heredad prometida era la maldición extrema»6. Así como la ley abre la vida y la tierra, la iniquidad abre maldiciones, derrotas y finalmente muerte. La mayor parte del capítulo se dedica a una especificación precisa de las consecuencias de la maldición.
Fue la maldición sobre la iniquidad, cuando Adán y Eva negaron a Dios como el principio de vida y ley, como su Soberano, que condujo a su expulsión del paraíso.
Ha sido la misma maldición sobre la iniquidad que, edad tras edad, ha condenado al hombre a frustración, derrota y muerte. Negar a Dios es negar su ley y soberanía, o a la inversa, negar la ley y soberanía de Dios es negar a Dios. Afirmar la ley de Dios es aceptar su soberanía y señorío. La fe y la ley son inseparables, porque «la fe sin obras es muerta» (Stg 2: 20).
Es más: «a las bendiciones se las representa como poderes verdaderos que siguen los pasos de la nación, y la impregnan». Las Escrituras no solo enseñan una doctrina de gracia soberana e irresistible, sino que también enseñan una doctrina de bendiciones y maldiciones soberanas e irresistibles según la obediencia o desobediencia a la ley de Dios. Este es el significado ineludible de Deuteronomio 28.
Deuteronomio 28: 2 nos dice que «vendrán sobre ti todas estas bendiciones, y te alcanzarán, si oyeres la voz de Jehová tu Dios». En el versículo 15 se nos dice que «vendrán sobre ti todas estas maldiciones, y te alcanzarán». En ambos casos se declara una consecuencia irresistible.
El hombre no está en libertad, no obstante, de escoger la consecuencia. No puede declarar que, debido a que merece ser bendecido, escoge ser bendecido con dinero, una nueva esposa o cuatro hijos. De modo similar, el hombre no puede escoger su castigo. El mundo de maldiciones y bendiciones no es una feria de variedades donde el hombre puede ejercer su decisión libre y escoger a su gusto. En todo momento Dios es soberano, y «Él nos elegirá nuestras heredades» (Sal 47: 4).
La historia de esa maldición irresistible empezó con la caída y continúa hasta hoy. Las bendiciones irresistibles empezaron en Edén, y durante toda la historia han estado en efecto dondequiera que la obediencia ha prevalecido. Con sus bienaventuranzas, Jesucristo confirmó Deuteronomio 28 y se dio a conocer como el Legislador.
Esto fue lo que percibieron sus oyentes, porque «la gente se admiraba de su doctrina; porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como los escribas» (Mt 7: 28-29). Los escribas interpretaban la ley; Jesucristo declaraba la ley como su forjador. Como forjador de la ley, sus palabras eran una revelación de la ley. Por consiguiente, las maldiciones y las bendiciones de la ley dependían de oír y obedecer sus «palabras» (Mt 7: 24-27).

EL HOMBRE QUIERE Y NECESITA UN MUNDO DE MALDICIONES Y BENDICIONES.

Todo en su naturaleza, debido a que Dios lo creó, exige un mundo de consecuencias y causalidad. Sin embargo, debido a que el hombre ha caído y está en rebelión contra Dios, quiere que estas maldiciones y bendiciones se cumplan en sus términos, según sus necesidades y su concepto de justicia.
No hace muchos años este escritor tuvo una breve experiencia con unos apostadores en Nevada. Aunque eran por lo general hombres mal hablados, a veces oraban, y la tomaban contra Dios cuando sus oraciones no eran contestadas de acuerdo al deseo de su corazón. A veces, al apostar con desesperación, oraban por un éxito sensacional, prometiéndole a Dios que una porción sustancial de sus ganancias iría al sacerdote, ministro o iglesia.
Un hombre incluso prometió pagarle a su madre algún dinero que le había debido por mucho tiempo. De alguna manera, debido a sus declaraciones «nobles», suponían que Dios como su «socio» debía bendecirlos, y el que Dios no los bendijera era evidencia del fraude de la religión. En tales casos, los hombres establecen las condiciones, reglas y leyes de la bendición y luego esperan que Dios se avenga.
Puesto que este tipo de regateo es blasfemo, solo puede merecer castigo, no bendición.
Una empresa fraudulenta no se convierte en buena nombrando a Dios como socio. El hombre no puede quebrantar la ley de Dios sin ser quebrantado.
Examine de nuevo las bendiciones. Un hombre no está exento de las maldiciones de la ley porque haya evadido los primeros once delitos secretos. La maldición se aplica a todos los que no ponen en efecto toda la ley de Dios. Cuando Dios nos detiene por violar su ley, no podemos allí argüir que no cometimos incesto, ni bestialismo.
Se nos da una ley total, y la declaración es: «Maldito el que no confirmare las palabras de esta ley para hacerlas» (Dt 27: 26). Hay muchos aspectos de la ley que incluso los peores hombres aprueban. En las sociedades de las prisiones, los asesinos desprecian a los violadores, los ladrones desprecian a los asesinos, y así por el estilo.
Todo criminal quiere todo un mundo de ley y orden excepto en su aspecto personal de exención. Algunos criminales son orgullosamente santurrones en sus aspectos de obediencia. Ningún ladrón queda exento de la prisión porque no sea un asesino, ni tampoco ningún asesino queda exento debido a que no haya cometido violación.

De modo similar, somos responsables ante Dios por la totalidad de la Ley, y no podemos pedir que se nos exima de la maldición si hemos guardado el noventa y nueve por ciento de esta y después tratamos el otro uno por ciento con total descuido o desprecio. Repetidas veces Dios ha colocado a religiosos moralistas bajo su maldición por este tipo de razonamiento. «Porque cualquiera que guardare toda la ley, pero ofendiere en un punto, se hace culpable de todos» (Stg 2: 10).